Los inicios pictóricos y artísticos de César Manrique guardaban una temática común que si bien revalorizaban los símbolos insulares, lo hacían desde el colorido  y belleza de sus costas. Obras  llenas de claridad, luz y elementos náuticos, probablemente inspiradas en los recuerdos veraniegos de su infancia. Estos temas más tarde irían perdiendo protagonismo ante la magia del interior de la isla, negros y rojos campos volcánicos.

Así a finales de los años 50 principios de los 60, la obra de Manrique intenta plasmar en la retina de los espectadores los paisajes lanzaroteños, a través de toda una gama de innovadores materiales y texturas volcánicas que parecían salir de los “cuadros”. Se posicionaba así en la “creta de la ola” del estilo no figurativo que predominaba en la época y sobresaliendo de entre los artistas españoles de  la XXX Bienal de Venecia, celebrada en 1960.